Por ahí se acerca De la Cuadra sobre patines al encuentro de Zuazo y en una tumbona de lona se toma un Daikiri al sol. Los hermanos Feduchi, con los tacos puestos, disputan el torneo de verano mientras Anasagasti fotografía la cabra de la legión. Castro se toma, con dificultad, un bocadillo de calamares, mientras en la oscuridad de la Gran Vía su amigo Pedro lee en braille un párrafo del Ensayo de la ceguera. ¡Mira!, ¡Palacios escalando la fachada del Carrión!
Los arquitectos siempre hemos sido moralistas y arrogantes. Y hombres. Ahora podemos e incluso debemos ser más políticos. Incluso mujeres. Incluso negros. Incluso gays. Incluso parados, deportistas, ecologistas, cocineros, lectores, músicos…
La Gran Vía es mi chica, capaz de customizarse, de transformarse, de apropiarse del carácter de todos y cada uno de nosotros. Ella puede y sabe lo que tiene hacer para ser vivida por todos. Ella es pura empatía espacial.
No es una idea estúpida. Es una propuesta que suma los intereses de todos, los raros y los que no. Concentra todas las iniciativas dispersas en nuestra ciudad en el escenario más digno y alucinante con el que todos los madrileños nos identificamos y al que el mundo se asoma.
Algunos días ya existían en nuestro calendario, algunos otros se celebran marginalmente, otros eran demandados, pero nadie los escuchaba y algún otro son deseos personales compartidos por muchos y mi Gran Vía lo admite porque Madrid es tolerante, diversa y camaleónica.
Si, hoy la Gran Vía se queda a oscuras, todos hemos sido contagiados por la epidemia de la ceguera y en la oscuridad andamos con miedo, con paso inseguro sobre una Gran Vía al tacto de sus fachadas ya conocidas hacia los bares donde siempre encontramos a nuestra gente, y sin verlos bien, les oímos susurrar el nombre de Saramago este 18 de junio.